viernes, 26 de diciembre de 2008

CAPÍTULO XXXV

Llegué a la orilla de un río y me recosté sobre su margen. En realidad no era de arena, ni de tierra con flores. Todo el paisaje estaba formado por ese río y por las nubes. No había luz. De repente me invadió una claridad fría, misteriosa. Era el sol de la muerte. Las aguas de ese río, las nubes, la superficie, en donde me encontraba, empezaron a brillar de un modo extraño. El río estaba formado por las voces de mis compañeros de reclusión. Yo cerraba los ojos y sentía el rumor del torrente. Todos sufrían y gritaban. Empecé a improvisar:

Tomando el sol de la muerte
junto a un río de tristezas...

Al principio, este río estaba formado por la cadena oscura y sorda de los males ajenos. Pasaba junto a mí y se alejaba incalculable, corriendo por su campo. Sus ondas eran diferentes: de paciencia, de angustia, de esperanza, de miedo.

Una mujer gritaba interminable:

-Que yo no me he casado por lo civil, que yo no me he casado por lo civil, que yo no me he casado por lo civil.

Así estuvo día y noche.

Otras tristes palabras iluminadas por la muerte se alejaban también siguiendo el mismo cauce. Estuve a punto de morirme. Pensé en mi cuerpo exánime, flotando en tal corriente, a la verdosa luz del más completo olvido.

Me desperté. Llevaba siete días sin comer ni beber y sin que a pesar de ello mi boca se secara. Mi saliva era espesa, gomosa, y al separar mis dedos humedecidos se formaban hilachas que me servían de juego. Tampoco pasé frío. Cuando volvió de nuevo la enfermera no pude responderle con palabras. A sus preguntas por mi estado respondí con un gesto. Me incorporé, junté las manos en ademán piadoso y luego..., mirando a las alturas señalé con el índice varias veces al cielo. Cuando se fue de la mirilla hice sobre mi frente la señal de la cruz y comencé mi examen de conciencia.

De todos mis pecados el que me parecía más horrible fue el de mi risa, una risa nerviosa, con la que en ciertas ocasiones intentaba disimular mi miedo.

Las niñas estaban asustadas. Las mujeres llorosas. No había hombres.

-Han hundido la casa, la han hundido, gritaban.

Habían caído tres bombas, pero la casa estaba en pie. Se habían abierto los balcones. Entraba tierra, fuego, humo. Las mujeres lloraban. No había hombres.

-¡No pasa nada! ¡No pasa nada, nada, nada!

Y me reía. y lo tomaba a broma.

-¡Mira, mira, mira!

Y señalaba por el balcón abierto la fachada de enfrente. Una mujer colgada de una inmensa paloma pedía auxilio. Vi cómo la salvaron. Me reía. La paloma de estuco la estuvo sosteniendo mucho rato. Una paloma blanca, de estuco, de escayola, rodeada de fuego, entre nubes de espanto. Me reía.

Las niñas de la casa, las mujeres llorosas, me acusaban, condenaban mi risa desde el cielo.

-Yo lo hacía por vosotras, por quitaros el miedo, yo lo hacía por vosotras. Perdonadme.

No sé por quién lo hice. Volví a rezar.

-Dios mío, ten compasión de mí, perdóname mi risa en aquellos momentos de tu cólera.

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