viernes, 26 de diciembre de 2008

CAPÍTULO VI

[La muerte de mi madre] inspiró mis primeros poemas, breves elegías que forman el contenido de mi libro Las islas invitadas, aparecido en mi primera imprenta, en la Imprenta Sur.

Mi libro tuvo éxito. Recuerdo con emoción y gratitud las palabras de aliento de Juan Ramón Jiménez, que reprodujo uno de mis poemas en ia portada de su revista Ley, y las cartas de José Moreno Villa, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego, Federico García Lorca... Mi libro apareció con una dedicatoria al poeta Emilio Prados, mi gran amigo de la infancia.

Entre los comentarios de la crítica, recuerdo en la primera plana del ABC de Madrid un artículo de «Azorín» titulado «España: Altolaguirre» cuya publicación iba a proporcionarme singular contacto con otro ilustre apellido del conservadurismo español, con una distinguida escritora, nieta de don Antonio Maura.

El ABC era el periódico de mayor circulación entre las familias más reaccionarias de la sociedad española, en cuyo ambiente mis actividades literarias eran completamente desconocidas. Aquel artículo me supuso una consagración.

A los pocos días de publicarse recibí uña carta del Director del periódico malagueño La Unión Mercantil, solicitando mi presencia. Debo anotar que mi padre fue el primer director de dicho periódico, en cuya redacción siempre se pronunciaba con cariño y respeto su nombre.

Cuando acudí a la entrevista, el señor Creixell, director-propietario, me dijo:

-¿Cómo es que, teniendo Ud. la misma firma que su ilustre padre, no pertenece a nuestro diario? Según nos ha dicho «Azorín» en un bello artículo, es usted un excelente escritor. Con verdadero orgullo le propongo que entre en la redacción de nuestro periódico.

Le agradecí su amable ofrecimiento y mostré buena disposición para aceptarlo.

-¿Qué debo hacer? -le dije.

-Usted será nuestro cronista de salones.

Con una sonrisa tímida y comprensiva agradecí designación tan poco de acuerdo con mis aficiones y aquella noche, en el primer baile a que asistí, quebrantando mi luto, me desalentó sobremanera el no poder recordar los nombres de mis conocidos. Tampoco acerté a redactar dos líneas seguidas con la reseña de fiesta y, dispuesto a renunciar a tan difícil cargo, me confundí entre los asistentes. Algo anormal debía de expresar mi semblante cuando una bondadosa prima mía se me acercó para preguntarme lo que me pasaba. Cuando le dije cuál era mi situación, me ofreció espontáneamente solucionarla, poniéndose inmediatamente a escribirme la crónica. Cuando me la leyó la encontré admirable. Sólo ella y yo sabíamos que no estaba escrita en serio. Decidimos firmarla con el seudónimo de «Silvia y Silvio». El director de La Unión Mercantil calificó aquel artículo como una obra maestra. Mi colaboradora de aquella aciaga noche era Constancia de la Mora Maura, primera nieta de don Antonio, casada entonces con un primo hermano mío, con el que tuvo luego muy justificadas diferencias (yo serví de testigo favorable a Constancia en su divorcio). Ahora también comparte con muchos españoles prolongado destierro y es la autora de un interesante libro sobre España, Doble esplendor, en el que se habla mucho y mal de mi familia, sin hacer mención de los anteriores detalles, sin duda por lo poco interesantes.

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