Pasaron los meses sin verme precisado a usar ninguna clase de armas. Designado por la Alianza de Intelectuales como Director del grupo teatral «La Barraca», la dirección de ensayos y representaciones llenaba principalmente mi vida.
Una mañana, estando en mi casa, llamaron violentamente a la puerta. Era uno de mis vecinos y me ofrecía una pistola para que me defendiera. No la quise. Se mostraba muy alarmado, porque desde su balcón había visto detenerse a la puerta del edificio un camión militar ocupado principalmente por los obreros de mi taller, vestidos de milicianos y empuñando sus fusiles.
-No tengo nada que temer de mis obreros. Me alegraría mucho que vinieran a verme.
A los pocos minutos los obreros estaban ante nosotros y, con gran asombro de mi vecino, me entregaban como prueba de afecto una gran cesta de uvas. Aquellos muchachos, que en su mayor número perdieron la vida en el frente de Guadarrama, no me trataban como aun patrón, sino como amigo y compañero de trabajo. Mi vecino suponía con terror que venían a buscarme para darme «el paseo», como llamaban en Madrid a la manera de dar muerte a un individuo.
El único largo, triste e interminable paseo fue el que tuve que dar, el 8 de noviembre de 1936, siguiendo el entierro de Saturnino Ruiz, el obrero minervista de mi taller, cuyo cadáver bajaron del frente sus compañeros para que le diéramos sepultura.
En su memoria escribí este romance:
Una mañana, estando en mi casa, llamaron violentamente a la puerta. Era uno de mis vecinos y me ofrecía una pistola para que me defendiera. No la quise. Se mostraba muy alarmado, porque desde su balcón había visto detenerse a la puerta del edificio un camión militar ocupado principalmente por los obreros de mi taller, vestidos de milicianos y empuñando sus fusiles.
-No tengo nada que temer de mis obreros. Me alegraría mucho que vinieran a verme.
A los pocos minutos los obreros estaban ante nosotros y, con gran asombro de mi vecino, me entregaban como prueba de afecto una gran cesta de uvas. Aquellos muchachos, que en su mayor número perdieron la vida en el frente de Guadarrama, no me trataban como aun patrón, sino como amigo y compañero de trabajo. Mi vecino suponía con terror que venían a buscarme para darme «el paseo», como llamaban en Madrid a la manera de dar muerte a un individuo.
El único largo, triste e interminable paseo fue el que tuve que dar, el 8 de noviembre de 1936, siguiendo el entierro de Saturnino Ruiz, el obrero minervista de mi taller, cuyo cadáver bajaron del frente sus compañeros para que le diéramos sepultura.
En su memoria escribí este romance:
Estoy mirando mis libros,
mis libros, los de la imprenta,
que pasaron por tus manos
hoja a hoja, letra a letra.
Pienso en el taller contigo
antes de empezar la guerra;
pienso en ti, tan cumplidor
delante de la minerva...
mis libros, los de la imprenta,
que pasaron por tus manos
hoja a hoja, letra a letra.
Pienso en el taller contigo
antes de empezar la guerra;
pienso en ti, tan cumplidor
delante de la minerva...
El romance a Saturnino Ruiz, con otros que incitaban a la defensa republicana de la capital de España, fue publicado en El Mono Azul, semanario de nuestra alianza. En una junta de la misma, fui nombrado presidente de la sección teatral. Mi trabajo consistía en dirigir el Teatro Español. La compañía organizada por mí reunió a los mejores actores. Circulaba el rumor de que la República se proponía enviar a Sudamérica varias compañías teatrales con fines de propaganda, y que los elementos de las mismas saldrían del grupo con el que yo pensaba inaugurar la temporada. Indudablemente, este fue uno de los motivos, si no el principal, del entusiasmo republicano de los actores. Encubrían con esta actitud; la secreta esperanza de escapar del teatro de la guerra a escenarios menos peligrosos.
Con una farsa anticlerical de Rafael Alberti y una farsa burguesa de Ramón J. Sender inició la compañía sus labores. En esta última pieza el actor Francisco Fuentes tenía que morir en escena después de tragarse la llave del arca en que guardaba su tesoro. La agonía del avaro resulta insoportable al público. A la mañana siguiente, desde mi despacho de Director, escuché una gran algarabía en la calle, que crecía por momentos, a medida que se acercaba una enorme manifestación obrera. Desfilaron ante mis ojos varios miles de trabajadores gritando:
Un, dos, tres, cuatro,
que se cierren los teatros.
Un, dos, tres, cuatro,
que se cierren los teatros.
que se cierren los teatros.
Un, dos, tres, cuatro,
que se cierren los teatros.
Marcaban el paso y levantaban la vista hacia la soberbia fachada del coliseo. Yo me retiré avergonzado del balcón y sentí una deprimente sensación de ánimo [sic], parecida sin duda ala de un rey cuyos vasallos clamaran porque renunciara al trono. Si mi teatro cortesano terminó de un modo casi plebiscitario, el teatro popular de «La Barraca» tuvo en cambio un comienzo entusiasta.
Meses antes del comienzo de la guerra, tenía yo en prensa el libro Poeta en New York de Federico García Lorca. Anteriormente había salido de mi imprenta el libro de Luis Cernuda titulado La realidad y el deseo, que había constituido una revelación para la crítica y el público. El entusiasmo sobre este libro llevó a Federico García Lorca a elogiarlo sinceramente desde la radio y en la prensa. En un banquete que le fue ofrecido a su autor, fue también Federico quien hizo el ofrecimiento, con palabras de homenaje que figuran en sus obras completas. Unos versos de La realidad y el deseo son el lema de Poeta en New York. Federico llegó aquella mañana muy temprano a casa. Lo hacía con bastante frecuencia, pero nunca tan de mañana. Traía consigo todos los manuscritos de sus poesías y me dijo:
-Voy a leer durante todo el día, traigo todos mis poemas. Quiero que tú y Luis os déis cuenta de que también yo soy un gran poeta.
Aquel gesto de bondad, de simpatía y de homenaje a Luis Cernuda hizo que Federico García Lorca, durante un día inolvidable, [leyera] desde sus versos juveniles hasta sus últimos Sonetos del amor oscuro. Aquella lectura fue una sentimental despedida de sus versos. Al día siguiente se fue para Granada, su ciudad natal, de donde no regresó nunca. La noticia de su muerte nos parecía increíble. A fuerza de inverosímil pensamos en ella de continuo; pero la confirmación no tardó en llegar. Poetas, estudiantes y actores redoblamos en su memoria nuestra adhesión a la República. En Madrid, en los pueblos, en los frentes de batalla, los estudiantes de "La Barraca" fueron conmigo a representar teatro.
Eran casi todos muy jóvenes. Una de las muchachas apenas si contaba 15 años de edad. Era hija de un músico notable, que no supo calcular los peligros que una muchacha tan ingenua y bondadosa podía correr en aquellas circunstancias. Una tarde la muchacha, a quien llamaremos Alicia, creyó llegado el momento de hacerme un ruego y una confidencia. Me suplicó, casi con lágrimas en los ojos, que procurara que nuestra compafiía hiciera algunas representaciones fuera de Madrid en los días finales de la semana. Le dije que sí, tan pronto como tuve conocimiento de las razones que la obligaban a su súplica. Era una mezcla de temor y de esperanza. Temía que su madre pudiera darse cuenta en esos días de la falta de su período menstrual. Enamorada de un miliciano, no había hecho nada para evitar el tener un hijo.
Yo estaba entre bastidores vigilando la actuación de los actores, que al aire libre, en un escenario improvisado en la plaza de un pueblo, representaban los Entremeses de Cervantes. Alicia, que estaba actuando con gran naturalidad, volvió de pronto su rostro hacia mí. Yo creía que me reclamaba el pie de alguna frase y me apresuré a consultar el texto que tenía entre mis manos, cuando ella, con un significativo gesto, me comunicó que ya no había motivo de alarma en relación con la posible descendencia. Luego me pareció que se quedaba triste. Al recobrar la tranquilidad, había perdido una ilusión muy hermosa.
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