Un día recibí una invitación para comer del coronel Alcázar. Pertenecía al Cuerpo de Intendencia y era de suponer que su mesa estuviese bien servida. Malagueño como yo, tenía interés en obsequiarme. Tuve que caminar varios kilómetros hasta llegar al pueblo en donde tenía su alojamiento. Llevaba meses alimentándome casi exclusivamente de lentejas y arroz, que yo mismo cocinaba para mí y mis compañeros impresores. La larga caminata tuvo su recompensa, comí y bebí espléndidamente. Con el estómago lleno y la cabeza alterada por los efectos del alcohol inicié mi regreso a través del campo.
Solitario y alegre bajo un cielo cuajado de estrellas, recorría las veredas o atravesaba a campo traviesa los sembrados en dirección de mi imprenta. Nunca me pareció más alegre la noche.
La imprenta estaba instalada en un destartalado granero y nuestros colchones estaban tendidos en un tapanco de madera a una altura de cuatro metros del suelo. Dando traspies subí la rústica escalera, pero al encontrarme en lo alto, la oscuridad eran tan profunda que me detuve antes de dar unos pasos en busca de mi colchón. Mis ojos no se acostumbraban a la oscuridad y no tuve más remedio que recurrir al tacto para explorar el terreno, con tan mala fortuna que di un paso en falso y me lancé al vacío. Cuando despertaron mis compañeros me encontraron con el conocimiento perdido sobre el pavimento. Alarmados por las consecuencias del golpe, llamaron por teléfono a una ambulancia militar, que me condujo inmediatamente al hospital de campaña. Milagrosamente, no me encontraron ningún hueso roto, pero los doctores se mostraron alarmados por una persistente fiebre que se me presentaba todas las tardes. Cuando se determinó mi traslado a un hospital de la retaguardia, intervino mi amigo el coronel Alcázar. Pensaba, y no sin razón, que lo que yo necesitaba era descanso y alimentación abundante. Había sido testigo de mi voracidad ante los alimentos que me ofreció en su cena, y decidió, de acuerdo con los médicos, recluirme en un centro de abastecimiento en Guissona. Allí me condujeron, en compañía de una buena señora que haría conmigo las veces de enfermera y de criada. El lugar era saludable. Las habitaciones, limpias. El paisaje, encantador; pero a través de mis ventanas tuve el horror de presenciar un espectáculo dantesco: en aquella granja se habían acumulado centenares de vacas, miles de gallinas, grandes piaras de cerdos, innumerables rebaños de ovejas y toda esa riqueza ganadera y avícola estaba cercada en torno a mi residencia. Me traían la leche en cubos para que bebiera hasta saciarme. Me servían docenas de huevos. Sacrificaban para mí pollos, conejos y lechones, pero cada mañana, a través de los cristales de la ventana de mi cuarto, observaba yo las desesperadas actitudes de los animales hambrientos. Una deficiencia en el servicio de abastos hacía que todos estuvieran pasando hambre desde que llegué. No me consolaba las ventajas de mi sobrealimentación, porque el espectáculo era irresistible. Supliqué por teléfono al coronel Alcázar que me permitiera trasladarme a otro lugar. Prefería una convalecencia peor nutrida a ser testigo de aquel drama.
Solitario y alegre bajo un cielo cuajado de estrellas, recorría las veredas o atravesaba a campo traviesa los sembrados en dirección de mi imprenta. Nunca me pareció más alegre la noche.
La imprenta estaba instalada en un destartalado granero y nuestros colchones estaban tendidos en un tapanco de madera a una altura de cuatro metros del suelo. Dando traspies subí la rústica escalera, pero al encontrarme en lo alto, la oscuridad eran tan profunda que me detuve antes de dar unos pasos en busca de mi colchón. Mis ojos no se acostumbraban a la oscuridad y no tuve más remedio que recurrir al tacto para explorar el terreno, con tan mala fortuna que di un paso en falso y me lancé al vacío. Cuando despertaron mis compañeros me encontraron con el conocimiento perdido sobre el pavimento. Alarmados por las consecuencias del golpe, llamaron por teléfono a una ambulancia militar, que me condujo inmediatamente al hospital de campaña. Milagrosamente, no me encontraron ningún hueso roto, pero los doctores se mostraron alarmados por una persistente fiebre que se me presentaba todas las tardes. Cuando se determinó mi traslado a un hospital de la retaguardia, intervino mi amigo el coronel Alcázar. Pensaba, y no sin razón, que lo que yo necesitaba era descanso y alimentación abundante. Había sido testigo de mi voracidad ante los alimentos que me ofreció en su cena, y decidió, de acuerdo con los médicos, recluirme en un centro de abastecimiento en Guissona. Allí me condujeron, en compañía de una buena señora que haría conmigo las veces de enfermera y de criada. El lugar era saludable. Las habitaciones, limpias. El paisaje, encantador; pero a través de mis ventanas tuve el horror de presenciar un espectáculo dantesco: en aquella granja se habían acumulado centenares de vacas, miles de gallinas, grandes piaras de cerdos, innumerables rebaños de ovejas y toda esa riqueza ganadera y avícola estaba cercada en torno a mi residencia. Me traían la leche en cubos para que bebiera hasta saciarme. Me servían docenas de huevos. Sacrificaban para mí pollos, conejos y lechones, pero cada mañana, a través de los cristales de la ventana de mi cuarto, observaba yo las desesperadas actitudes de los animales hambrientos. Una deficiencia en el servicio de abastos hacía que todos estuvieran pasando hambre desde que llegué. No me consolaba las ventajas de mi sobrealimentación, porque el espectáculo era irresistible. Supliqué por teléfono al coronel Alcázar que me permitiera trasladarme a otro lugar. Prefería una convalecencia peor nutrida a ser testigo de aquel drama.
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