viernes, 26 de diciembre de 2008

CAPÍTULO XXXII

No tuve más remedio que desnudarme. Aunque se burlaba de mí, aquel soldado tenía la razón. Habíamos abandonado el frente y yo no vestía el uniforme militar. Llevaba en cambio un gran abrigo azul, traje de lana, tres chalecos de punto, la camisa de seda, camiseta termógena, en fin, toda mi ropa encima.

-¿Dónde te has comprado esa ropa? ¿Con qué dinero? ¿Cuánto te ha costado?

Tenía razón para mortificarme. Estaba pasando frío con su guerrera rota y me parece recordar que no tenía camisa. Creo que llevaba por dentro una camiseta de algodón a rayas.

-Mi abrigo me costó dos... trescientas pesetas -le dije como un tonto.

-¿Eres rico, verdad?

Yo no era rico, pero aquel soldado tenía razón para mortificarme.

-¿Y tu familia, en dónde está?

-En París... así lo espero.

Me miraba con odio. No pude más. Le dije:

-No me importa mi ropa. No la quiero.

Y me quité el abrigo. Luego me quité la chaqueta. Luego un chaleco. Luego otro y luego otro. Me quité la camisa. Me quité la camiseta termógena y los pantalones. Nunca he sentido mayor sensación de ridículo como aquella tarde al desnudarme ante dos mil personas. Había mujeres y había niños, todos tendidos en el suelo. Un oficial gritó:

-Bastante. Ya es bastante.

Vinieron por mí cuatro senegaleses que me llevaron a los médicos. Al atravesar desnudo entre la multitud oí palabras crueles:

-Fusiladle. Fusiladle. Es un provocador. Que lo fusilen.

Y una pérfida voz que me produjo mucho daño:

-Es un vivo que sabe demasiado.

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