El día del estreno en Valencia de mi obra El triunfo de las Germanías, recibí la noticia de la caída de Málaga, mi ciudad natal, en poder de los franquistas. Esa contrariedad fue compensada por un verdadero éxito de mi obra. Aunque el teatro estaba completamente lleno y en los palcos estaban gran número de Ministros del Gobierno, yo sentía que mi obra no tenía otros valores que los que le concedían las circunstancias.
Don Jacinto Benavente me aconsejó durante algunos de los ensayos. La obra fue escrita por mí en dos actos; pero José Bergamín, sin duda con acierto, dijo que necesitaba el acto central. Suyas fueron las principales escenas de dicho acto y la revisión total de la obra. Nunca se había presentado en Valencia una obra teatral con decorados tan espléndidos. Fueron diseñados por Alberto, un escultor de gran talento que había iniciado su oficio en una panadería. Alberto, cuyos dibujos y esculturas tuvieron gran éxito en Madrid en los años 1934 y 1935, era un artesano hábil que, de un arte popular libre y sencillo, llegó a conseguir lo más depurado de la escultura abstracta española. Sin embargo, sus decorados fueron realistas. Grandes telones con toda la profundidad de los llanos y cielos de Castilla. Un atrevido mar que avanzaba en primer término hacia los espectadores, teniendo como fondo una corpórea fragata, llena de velámenes confusos. Una plaza de Burgos llena de rejas y cadenas. Otra plaza de Valencia llena de luz y de naranjos.
Cuando don Querubín de Centellas, caballero de Carlos V, huyendo de los amotinados, buscó refugio en el lugar sagrado de una iglesia, la plaza valenciana se llenó de los agermanados insurrectos. Delante del decorado que representaba la puerta de la iglesia, pedían a gritos la cabeza de don Querubín.
El público de mi obra seguía con interés la escena, cuando de pronto, para calmar a los revolucionarios, se abrió la puerta de la iglesia y apareció en ella un actor vestido de obispo, con mitra y capa pluvial, sosteniendo en sus manos una custodia; de esa manera pensaba obtener el respeto para la vida del refugiado y no solamente consiguió que dieran unos pasos atrás los manifestantes, sino que pude presenciar desde los bastidores cómo parte del público de la sala se levantaba y, arrodillándose, transformaba un acto republicano en una manifestación de fe católica.
Algunas de las escenas de la obra pertenecían a la tragedia clásica española de Miguel de Cervantes, El Cerco de Numancia, y con razón el público supo distinguir la calidad de este pasaje, aplaudiendo al final de un acto. La escena representaba a una madre llevando a su hijo mayor de la mano y, en brazos, al pequeñito. Atravesaba el salón diciendo estos versos cervantinos:
Don Jacinto Benavente me aconsejó durante algunos de los ensayos. La obra fue escrita por mí en dos actos; pero José Bergamín, sin duda con acierto, dijo que necesitaba el acto central. Suyas fueron las principales escenas de dicho acto y la revisión total de la obra. Nunca se había presentado en Valencia una obra teatral con decorados tan espléndidos. Fueron diseñados por Alberto, un escultor de gran talento que había iniciado su oficio en una panadería. Alberto, cuyos dibujos y esculturas tuvieron gran éxito en Madrid en los años 1934 y 1935, era un artesano hábil que, de un arte popular libre y sencillo, llegó a conseguir lo más depurado de la escultura abstracta española. Sin embargo, sus decorados fueron realistas. Grandes telones con toda la profundidad de los llanos y cielos de Castilla. Un atrevido mar que avanzaba en primer término hacia los espectadores, teniendo como fondo una corpórea fragata, llena de velámenes confusos. Una plaza de Burgos llena de rejas y cadenas. Otra plaza de Valencia llena de luz y de naranjos.
Cuando don Querubín de Centellas, caballero de Carlos V, huyendo de los amotinados, buscó refugio en el lugar sagrado de una iglesia, la plaza valenciana se llenó de los agermanados insurrectos. Delante del decorado que representaba la puerta de la iglesia, pedían a gritos la cabeza de don Querubín.
El público de mi obra seguía con interés la escena, cuando de pronto, para calmar a los revolucionarios, se abrió la puerta de la iglesia y apareció en ella un actor vestido de obispo, con mitra y capa pluvial, sosteniendo en sus manos una custodia; de esa manera pensaba obtener el respeto para la vida del refugiado y no solamente consiguió que dieran unos pasos atrás los manifestantes, sino que pude presenciar desde los bastidores cómo parte del público de la sala se levantaba y, arrodillándose, transformaba un acto republicano en una manifestación de fe católica.
Algunas de las escenas de la obra pertenecían a la tragedia clásica española de Miguel de Cervantes, El Cerco de Numancia, y con razón el público supo distinguir la calidad de este pasaje, aplaudiendo al final de un acto. La escena representaba a una madre llevando a su hijo mayor de la mano y, en brazos, al pequeñito. Atravesaba el salón diciendo estos versos cervantinos:
¿Qué mamas, triste criatura?
¿No sientes que, a mi despecho,
sacas de mi flaco pecho
por leche, la sangre pura?
Lleva la carne a pedazos,
y procura de hartarte
que no pueden ya llevarte
mis flacos, cansados brazos...
¡Oh, guerra, maldita guerra!
¿No sientes que, a mi despecho,
sacas de mi flaco pecho
por leche, la sangre pura?
Lleva la carne a pedazos,
y procura de hartarte
que no pueden ya llevarte
mis flacos, cansados brazos...
¡Oh, guerra, maldita guerra!
Cuando se produjo esta exclamación, el público inició los aplausos, que no debieron de ser del agrado del Ministro de Instrucción Pública, que estaba presente en el acto, puesto que al día siguiente, al hacer el comentario del estreno, me dijo amistosamente:
-No comprendo cómo un poeta tan bueno como usted, haya podido escribir unos versos tan malos como los de ese segundo acto.
Y como ya tengo dicho, esos versos eran de Miguel de Cervantes.
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