En la noche anterior crucé los Pirineos con un chófer y con su hermana enferma, de anginas solamente, de las que se curó llegando a Francia. Íbamos los tres por un sendero abrupto, sin saber exactamente cuándo llegaríamos. De vez en cuando, en la montaña aparecían algunos centinelas. Nos preguntaban si llevábamos armas. Decíamos que no y nos dejaban avanzar por la noche. Unas campesinas bondadosas nos sirvieron de guía hasta llegar a la primera aldea ..., de cuyo nombre no quiero acordarme. No había luz. Había lágrimas. En un café se amontonaban las mujeres y los niños. Cuando entré bebí algo, creo que aguardiente. El llanto de las mujeres y de los niños no eran lágrimas líquidas, sino enturbiadas nubes coronando sus frentes. Fuera, en el campo, ardían muchas hogueras, rojas como la sangre, y muchas sombras negras. Mucha leña en montones. Me defendí del viento para evitar el humo y las centellas. No reconocí a nadie. Me esperaba allí el coche de unos buenos amigos mejicanos y no quise subir.
-No subo al coche. No. Que suban las mujeres.
-¿Las mujeres, adónde? ¿Tienen a dónde ir? Ya se arreglará todo. Vamos a Perpignan. Vente. Anda. Sube.
-No, no, no voy -gritaba enloquecido. Tuvieron que dejarme.
Tengo que confesar que en aquellos trastornos nerviosos padecí momentos de miserable cobardía y de desconfianza. No era sólo piedad por las mujeres. No me fui por terror, terror a todo, miedo a la vida. ..Pedí la muerte a voces porque no estaba loco.
Ahora ya no recuerdo si hice alguna gestión para salir de allí o si me detuvieron y me llevaron hasta Perpignan. Cuando llegamos no les di seña alguna. Bajé no sé en qué calle. Le pregunté a un gendarme si mi documentación estaba en regla y me dijo que sí, que podía irme. No quise irme. No tenía hambre, pero le pedí la limosna de un pedazo de pan que se estaba comiendo. Me dio su pan. No lo comí. No tenía hambre.
-Estoy cansado -le dije.
-Pase, puede pasar; cuando descanse puede salir del campo.
Entré a un gimnasio grande, con los cristales rotos, un cobijo infernal para españoles.
Casi nadie dormía, pero todos los cuerpos reposaban tendidos sobre lechos de paja arrancados de grandes bloques amarillos, muros que separaban los hombres de las mujeres, muros que se iban deshaciendo poco a poco. De trecho en trecho el agua, en cubos, para la bebida. Sólo vi en pie a un hombre indiferente y a los soldados negros con los fusiles y sus bayonetas.
No reconocí a nadie pero estuve cortés con todo el mundo, muy fino, exageradamente amable.
Les dije a unos soldados que iba a salir de allí. No me creyeron. Les enseñé mis documentos. Me miraron con odio.
-¿Y tu mujer?
-Mi mujer y mi niña..., en París, en donde tengo amigos.
Se habló mal del Gobierno, de París, del dinero. Ellos también tenían mujeres, tenían hijos. Rompí mis documentos. Ya no me dejarían salir del campo. Me tomaron por loco. Yo les miraba con los ojos fijos para reprenderles cada sonrisa. Luego acudí solícito a un pobre mutilado que se asustó de mí, naturalmente.
Con un vaso de plata, que circulaba de grupo en grupo, fui ofreciéndole agua a todo el mundo. No tenían sed. No querían agua.
Un mozalbete que tenía ganas de divertirse, me imitaba. Con una voz solemne, supongo que tan solemne como la mía, pregonaba:
-¿No hay ningún herido que quiera agua?
Me enfurecí. Pude quitarle el vaso y lo llené temblando. Con voz muy firme dije:
-¿No hay ningún herido que quiera agua?
Nadie me respondió. Acto seguido, miré fijo al muchacho y con una cólera absurda le vacié el vaso contra el rostro.
Se avergonzó. No volví a verle. Me tomó miedo. Entonces fue cuando de un grupo salió el soldado de la guerrera rota para preguntarme cuánto me había costado mi abrigo azul de lana.
Olvidaba un detalle. Visitaron el campo unas damas francesas con el objeto de repartir alguna ropa. Ropas de hombre, de mujer, de niño. Cuando pasaron por mi lado no pude contenerme al ver un abriguito rosa, propio para una niña de tres años. Quise tener aquella prenda entre mis brazos. La pedí por favor. No me la dieron y hasta se atrevieron a decirme que aquella prenda no era de mi talla.
-No subo al coche. No. Que suban las mujeres.
-¿Las mujeres, adónde? ¿Tienen a dónde ir? Ya se arreglará todo. Vamos a Perpignan. Vente. Anda. Sube.
-No, no, no voy -gritaba enloquecido. Tuvieron que dejarme.
Tengo que confesar que en aquellos trastornos nerviosos padecí momentos de miserable cobardía y de desconfianza. No era sólo piedad por las mujeres. No me fui por terror, terror a todo, miedo a la vida. ..Pedí la muerte a voces porque no estaba loco.
Ahora ya no recuerdo si hice alguna gestión para salir de allí o si me detuvieron y me llevaron hasta Perpignan. Cuando llegamos no les di seña alguna. Bajé no sé en qué calle. Le pregunté a un gendarme si mi documentación estaba en regla y me dijo que sí, que podía irme. No quise irme. No tenía hambre, pero le pedí la limosna de un pedazo de pan que se estaba comiendo. Me dio su pan. No lo comí. No tenía hambre.
-Estoy cansado -le dije.
-Pase, puede pasar; cuando descanse puede salir del campo.
Entré a un gimnasio grande, con los cristales rotos, un cobijo infernal para españoles.
Casi nadie dormía, pero todos los cuerpos reposaban tendidos sobre lechos de paja arrancados de grandes bloques amarillos, muros que separaban los hombres de las mujeres, muros que se iban deshaciendo poco a poco. De trecho en trecho el agua, en cubos, para la bebida. Sólo vi en pie a un hombre indiferente y a los soldados negros con los fusiles y sus bayonetas.
No reconocí a nadie pero estuve cortés con todo el mundo, muy fino, exageradamente amable.
Les dije a unos soldados que iba a salir de allí. No me creyeron. Les enseñé mis documentos. Me miraron con odio.
-¿Y tu mujer?
-Mi mujer y mi niña..., en París, en donde tengo amigos.
Se habló mal del Gobierno, de París, del dinero. Ellos también tenían mujeres, tenían hijos. Rompí mis documentos. Ya no me dejarían salir del campo. Me tomaron por loco. Yo les miraba con los ojos fijos para reprenderles cada sonrisa. Luego acudí solícito a un pobre mutilado que se asustó de mí, naturalmente.
Con un vaso de plata, que circulaba de grupo en grupo, fui ofreciéndole agua a todo el mundo. No tenían sed. No querían agua.
Un mozalbete que tenía ganas de divertirse, me imitaba. Con una voz solemne, supongo que tan solemne como la mía, pregonaba:
-¿No hay ningún herido que quiera agua?
Me enfurecí. Pude quitarle el vaso y lo llené temblando. Con voz muy firme dije:
-¿No hay ningún herido que quiera agua?
Nadie me respondió. Acto seguido, miré fijo al muchacho y con una cólera absurda le vacié el vaso contra el rostro.
Se avergonzó. No volví a verle. Me tomó miedo. Entonces fue cuando de un grupo salió el soldado de la guerrera rota para preguntarme cuánto me había costado mi abrigo azul de lana.
Olvidaba un detalle. Visitaron el campo unas damas francesas con el objeto de repartir alguna ropa. Ropas de hombre, de mujer, de niño. Cuando pasaron por mi lado no pude contenerme al ver un abriguito rosa, propio para una niña de tres años. Quise tener aquella prenda entre mis brazos. La pedí por favor. No me la dieron y hasta se atrevieron a decirme que aquella prenda no era de mi talla.
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