viernes, 26 de diciembre de 2008

CAPÍTULO XV

Aquel año de 1936 era yo dueño en Madrid de una pequeña imprenta revolucionaria, que gozaba de una gran clientela aristocrática. Salían los revolucionarios y entraban los conservadores. ¡Qué amables eran conmigo los jóvenes poetas que formaban el romántico cenáculo de «Los Crepúsculos»! Era figura destacada de aquel grupo Agustín, conde de Foxá, cuyo primer libro de romances macabros, La niña del caracol, apareció con un prólogo mío. El conde de Foxá era un joven apasionado que me contaba sus desventuras amorosas, despertándome viva simpatía por su carácter. Más tarde tuve el disgusto de enterarme de que había llegado a ser Alcalde de Madrid bajo el régimen de Franco.

Otra poetisa muy distinguida visitaba la imprenta: Margarita de Pedroso, hija de los condes de San Esteban del Cañongo, cuyos versos publiqué en preciosa edición de lujo; aunque no fui yo quien la presentó en la República de las Letras, sino don José Ortega y Gasset, dando a conocer por primera vez al público una prosa lírica, «Hacia Galilea», dentro de su acreditada Revista de Occidente.

Alfonso de Olivares, hermano del marqués de Murrieta, hijo del conde de Artaza, publicó conmigo un interesante trabajo sobre las pinturas rupestres de la Cueva de Altamira; Agustín Figueroa, hijo del conde de Romanones, no llegó a publicar nada, pero favoreció con dinero la edición del libro Los Crepúsculos, colección de poemas y notas sobre actividades románticas celebradas por el cenáculo en cementerios o ruinas cercanas a la capital, libro que yo imprimí en papeles de delicados matices, guardando entre las hojas pensamientos y violetas cuidadosamente disecados.

Un día me enteré que ciertos excelentes escritores extranjeros, traductores de mi poesía, se estaban muriendo de hambre. Fui a visitarles y se me ofreció a los ojos una escena desconsoladora. Desfallecidos estaban en sus lechos sin haber comido sabe Dios desde cuándo. Les ayudé con lo que pude, con casi nada, y me fui a ver al vizconde de Mamblas, distinguido funcionario del gobierno de la República. Era jefe de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado, persona culta y simpática, quien a la mañana siguiente me proporcionó una grata e inolvidable sorpresa.

Se presentó muy tempranito en casa y me dijo:

-Vengo de comulgar y quiero hacer una buena obra. Le ruego entregue sin decir mi nombre esta cesta de víveres a esos desventurados escritores.

La cesta era magnífica. Estaba bien repleta de jamones, de fruta, de botellas de vino, de quesos y de dulces.

-Además, me dijo, puede anunciar a sus amigos que el Ministerio de Estado, por medio de su departamento de Relaciones Culturales, les concede una pensión mensual de 500 pesetas, para que puedan continuar sus interesantes trabajos.

Lleno de agradecimiento, abracé a tan generoso amigo y corrí a entregar su presente a los poetas menesterosos. Me recibieron con grandes muestras de alegría y aquella misma tarde me visitaron con un hermoso ramo de flores y otro valioso regalo para Concha. Se trataba de una maravillosa pitillera de oro decorada con ópalos, que constituía para ellos un entrañable recuerdo de familia. La criada desde el fondo del pasillo me llamaba a voces:

-Venga, señor, venga.

Y en voz más baja me dijo:

-La señora, que ha visto el regalo, dice que no lo quiere, dice que los ópalos traen muy mala suerte.

Tal vez se ofendieron porque no quisimos aceptar el presente. Aquí en México he sabido que durante la guerra, ya fuera de España, colaboraron con gran desinterés y eficacia a favor de la causa republicana.

No así el vizconde, que abandonó su puesto de trabajo para pasarse al enemigo. El vizconde vivía en un palacio, al que estuve invitado varias veces y en cuya preciosa biblioteca figuraban libros míos con expresivas dedicatorias.

Después del levantamiento militar prefirió salir de Madrid y su casa fue incautada por un comité revolucionario. En ella se instaló un hogar de cultura. El vizconde, exiliado en París, recibió la falsa noticia de que yo, al frente de unas hordas, había saqueado su domicilio. Desmiento públicamente tal aserto. No llegó a tanto mi ingratitud, si bien es verdad que me solidaricé con la conducta de los incautadores. Uno de ellos me dijo:

-Descubrí entre los libros de la biblioteca del vizconde unas dedicatorias tuyas comprometedoras. Pero no te preocupes, tuve buen cuidado en destruirlas, porque yo sé que tú eres de los nuestros.

Anterior a esta imprenta madrileña, tuve imprentas en Málaga (la famosa Imprenta Sur con Emilio Prados), en París y en Londres. Imprentas de bolsillo, pero de donde salieron centenares de libros y revistas. Algún día escribiré la historia literaria y vital de estos talleres. Hoy sólo quiero referirme a la de la calle Viriato en Madrid, cuyos trabajadores, que eran mis amigos, interrumpían a veces la labor porque llegaba Rafael Alberti a leerles su última comedia revolucionaria; o Federico García Lorca, que los convidaba a pasteles; o Pablo Neruda, que les ofrecía unas copas de buen vino.

Los obreros de aquel taller eran revolucionarios y a mí me parecía tal circunstancia la cosa más natural del mundo. Un día me dijeron que sus dirigentes tenían que celebrar unas reuniones clandestinas y me rogaron les permitiese que se celebraran dentro de mi casa. No pude negarme a tan comprometedor requerimiento y acepté como contraseña para admitir a los conspiradores unos papelitos cortados en forma misteriosa, cuyos bordes debieran coincidir con los que me tenían que presentar mis visitantes. No me dieron a conocer sus nombres. Durante nuestra guerra reconocí a varios dirigentes del proletariado que habían concurrido a mi poética industria. Antonio Mitje, del Partido Comunista, era uno de los más asiduos.

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