Cuando me encerraron en aquella celda yo no estaba loco pero debí parecerlo. Me preguntaban mi nombre y yo lo decía. Me preguntaban mi edad y yo la recordaba. Me ofrecían de comer y yo no comía. No tenía hambre. Si las enfermeras o el doctor me prodigaban sonrisas me parecían de burla, sin que me mortificaran ni dieran lugar a ningún reproche por mi parte. Aunque aquello era un manicomio, yo no estaba seguro de que lo fuera. La primera vez que me quedé dormido soñé que estaba en una cárcel. Mientras dormía me pareció escuchar unos disparos. Sentí que me dijeron:
-Están fusilando a tu hermano. Luego a ti.
Cuando desperté me dolía la espalda. Era la primera vez que dormía sobre la madera. Sobre las tablas había suficiente crin vegetal, pero como no estaba contenida en una funda, mi cuerpo la apartaba a los rincones. Otra noche soñé que los restos de mi hija estaban bajo esas crines escondidos. Me desperté angustiado. Cometí la torpeza de buscarlos, igual que un verdadero loco. Y, sin embargo, no lo era. Puedo describir mi celda con todos sus detalles. Podría decir -ya no me acuerdo- el número de barrotes que tenían las rejas y cuántos eran los alambres de mi claraboya.
La claraboya era mi única alegría. Era grande como una pantalla de cine. Se veía el cielo y una sola rama. Una rama invernal de sicomoro, con una bolita, su fruta o su flor, colgando. Me acordaba de mi niña de tres años, cuando la llevaba con su madre hacia la frontera, por un camino, por una alameda de sicomoros. Mi niña miraba las altas ramas, pidiéndome una bolita.
-Papá, quiero una-, me decía convencida de que podía alcanzarla, de que yo era un gigante.
Aquella bolita de sicomoro fue lo último que me pidió mi hija antes de separarnos. Cuando pensaba en esto asomó una enfermera por mi reja. Me preguntó mi nombre y se lo dije. Me preguntó mi edad y yo se la dije. Me preguntó si quería algo, y entonces supliqué:
-Sí, por favor, le ruego que coja esa bolita de sicomoro y se la dé al primer niño de la calle.
Cerró de un golpe la mirilla. Sonreí lleno de una dulzura delirante. Luego me invadió un gran amor por la humanidad toda, y sentí el deseo de que ese amor fuera compartido por todos mis semejantes. Apareció el doctor por la mirilla, seguramente avisado por la enfermera de que mi estado era muy grave. Volvió a preguntarme mi nombre y yo se lo dije, mi edad y yo se la dije. Me preguntó también si quería algo.
-Sí, doctor, quiero saber si es usted capaz de decir lo siguiente: "Amo a todos los hombres".
El doctor, que no podía tomarme en serio, dijo:
-Sí, señor, amo a todos los hombres y sobre todo... a las mujeres.
Después de esto comprendí que debía elevarme por encima de las ruindades de este mundo. Recé con una sinceridad ajena, como si no fuese yo el que rezara, cosa que me ocurre con frecuencia, cuando logro salir de mí, extraviándome.
La celda contigua estaba ocupada por un hombre menos apacible que yo, un hombre que gritaba enfurecido, que golpeaba los muros con estrépito. Seguramente había logrado arrancar algún grifo de la letrina y lo hacía rebotar contra las paredes. Esos golpes me recordaban el fusilamiento de mi hermano.
-Señor, Dios mío -recé para mis adentros-, déjame paralítico para toda la vida, pero concédele fuerzas a ese hombre para que pueda quebrantar su cárcel.
Aconteció el milagro. Aquel hombre pudo salir de su prisión. Dio un golpe formidable contra la puena y ésta cedió al impulso. Oí sus primeros pasos, veloces e inquietos, por el pasillo. Luego le sentí acercarse. Se asomó por mi reja. Tenía los ojos muy abiertos. Me habló con tono misterioso:
-Yo y el sordo..., somos tus amigos.
Me hubiera gustado retenerle, que me dijera quién era el sordo. Allí nunca lo supe. Ahora sospecho de quién fuera. Sin duda era aquel hombre que estaba junto a mí cuando me declararon demente. El sordo era aquel hombre al que dieron de baja por su dolor de oídos. Una explosión le reventó los tímpanos. Nunca le vi la cara. Estaba al lado mío, pero mirando a su derecha. Se apretaba los oídos con sus manos y gritaba agachándose. Se lo llevaron. Yo estaba desnudo entre los senegaleses que me custodiaban.
Entre los miembros del tribunal alguien me conoció. Dijo mi nombre. Me preguntó por mi mejor amigo. Como estaba desnudo los jueces no pudieron disimular una sonrisa.
Quisieron animarme. La sonrisita involuntaria me pareció cruel, inquisidora. Sospeché que ocultaba una amenaza:
-¿Sabe dónde se encuentra su amigo Emilio Prados? Venga, acérquese al fuego.
De repente me sentí un héroe, un héroe dispuesto a ser un mártir.
-¡No le tengo miedo al fuego! ¡No diré nada! ¡No le tengo miedo al fuego!
Y me lancé a la chimenea con el propósito de coger entre mis manos un carbón ardiendo.
Ante aquella locura, que no me dejaron cometer, dieron por terminado el interrogatorio. Me vistieron y me llevaron al hospital dentro de un coche. Por la ventanilla vi los escaparates iluminados de las tiendas. Hacía mucho tiempo, gran parte de la guerra, que yo no veía escaparates iluminados.
Al llegar al hospital me preguntaron por mi nombre y yo lo dije, mi edad y yo la dije. A pesar de mi cordura me encerraron en aquella celda. Era pequeña con una mirilla y una claraboya, grande como una pantalla de cine, que me dejaba ver el cielo y una rama invernal de sicomoro.
-Están fusilando a tu hermano. Luego a ti.
Cuando desperté me dolía la espalda. Era la primera vez que dormía sobre la madera. Sobre las tablas había suficiente crin vegetal, pero como no estaba contenida en una funda, mi cuerpo la apartaba a los rincones. Otra noche soñé que los restos de mi hija estaban bajo esas crines escondidos. Me desperté angustiado. Cometí la torpeza de buscarlos, igual que un verdadero loco. Y, sin embargo, no lo era. Puedo describir mi celda con todos sus detalles. Podría decir -ya no me acuerdo- el número de barrotes que tenían las rejas y cuántos eran los alambres de mi claraboya.
La claraboya era mi única alegría. Era grande como una pantalla de cine. Se veía el cielo y una sola rama. Una rama invernal de sicomoro, con una bolita, su fruta o su flor, colgando. Me acordaba de mi niña de tres años, cuando la llevaba con su madre hacia la frontera, por un camino, por una alameda de sicomoros. Mi niña miraba las altas ramas, pidiéndome una bolita.
-Papá, quiero una-, me decía convencida de que podía alcanzarla, de que yo era un gigante.
Aquella bolita de sicomoro fue lo último que me pidió mi hija antes de separarnos. Cuando pensaba en esto asomó una enfermera por mi reja. Me preguntó mi nombre y se lo dije. Me preguntó mi edad y yo se la dije. Me preguntó si quería algo, y entonces supliqué:
-Sí, por favor, le ruego que coja esa bolita de sicomoro y se la dé al primer niño de la calle.
Cerró de un golpe la mirilla. Sonreí lleno de una dulzura delirante. Luego me invadió un gran amor por la humanidad toda, y sentí el deseo de que ese amor fuera compartido por todos mis semejantes. Apareció el doctor por la mirilla, seguramente avisado por la enfermera de que mi estado era muy grave. Volvió a preguntarme mi nombre y yo se lo dije, mi edad y yo se la dije. Me preguntó también si quería algo.
-Sí, doctor, quiero saber si es usted capaz de decir lo siguiente: "Amo a todos los hombres".
El doctor, que no podía tomarme en serio, dijo:
-Sí, señor, amo a todos los hombres y sobre todo... a las mujeres.
Después de esto comprendí que debía elevarme por encima de las ruindades de este mundo. Recé con una sinceridad ajena, como si no fuese yo el que rezara, cosa que me ocurre con frecuencia, cuando logro salir de mí, extraviándome.
La celda contigua estaba ocupada por un hombre menos apacible que yo, un hombre que gritaba enfurecido, que golpeaba los muros con estrépito. Seguramente había logrado arrancar algún grifo de la letrina y lo hacía rebotar contra las paredes. Esos golpes me recordaban el fusilamiento de mi hermano.
-Señor, Dios mío -recé para mis adentros-, déjame paralítico para toda la vida, pero concédele fuerzas a ese hombre para que pueda quebrantar su cárcel.
Aconteció el milagro. Aquel hombre pudo salir de su prisión. Dio un golpe formidable contra la puena y ésta cedió al impulso. Oí sus primeros pasos, veloces e inquietos, por el pasillo. Luego le sentí acercarse. Se asomó por mi reja. Tenía los ojos muy abiertos. Me habló con tono misterioso:
-Yo y el sordo..., somos tus amigos.
Me hubiera gustado retenerle, que me dijera quién era el sordo. Allí nunca lo supe. Ahora sospecho de quién fuera. Sin duda era aquel hombre que estaba junto a mí cuando me declararon demente. El sordo era aquel hombre al que dieron de baja por su dolor de oídos. Una explosión le reventó los tímpanos. Nunca le vi la cara. Estaba al lado mío, pero mirando a su derecha. Se apretaba los oídos con sus manos y gritaba agachándose. Se lo llevaron. Yo estaba desnudo entre los senegaleses que me custodiaban.
Entre los miembros del tribunal alguien me conoció. Dijo mi nombre. Me preguntó por mi mejor amigo. Como estaba desnudo los jueces no pudieron disimular una sonrisa.
Quisieron animarme. La sonrisita involuntaria me pareció cruel, inquisidora. Sospeché que ocultaba una amenaza:
-¿Sabe dónde se encuentra su amigo Emilio Prados? Venga, acérquese al fuego.
De repente me sentí un héroe, un héroe dispuesto a ser un mártir.
-¡No le tengo miedo al fuego! ¡No diré nada! ¡No le tengo miedo al fuego!
Y me lancé a la chimenea con el propósito de coger entre mis manos un carbón ardiendo.
Ante aquella locura, que no me dejaron cometer, dieron por terminado el interrogatorio. Me vistieron y me llevaron al hospital dentro de un coche. Por la ventanilla vi los escaparates iluminados de las tiendas. Hacía mucho tiempo, gran parte de la guerra, que yo no veía escaparates iluminados.
Al llegar al hospital me preguntaron por mi nombre y yo lo dije, mi edad y yo la dije. A pesar de mi cordura me encerraron en aquella celda. Era pequeña con una mirilla y una claraboya, grande como una pantalla de cine, que me dejaba ver el cielo y una rama invernal de sicomoro.
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