viernes, 26 de diciembre de 2008

CAPÍTULO XXI

La noticia que recibí por carta me dejó sin dormir toda la noche. Me llegaba de Málaga. Se refería a Gracita, el amor de mi adolescencia. La novia de mi primera juventud, a quien quise mucho. Nunca conocí a nadie con un aspecto de felicidad exterior como la suya. En su familia la fortuna había entrado a raudales. Era su tío el inventor de un específico maravilloso que conquistó el mercado mundial en pocos meses. Su padre, que ara oriundo de Santo Domingo, conocía la técnica publicitaria norteamericana y, asociado con su hermano el inventor, amasaron una gran fortuna. Gracita tuvo una juventud llena de regalos. Gozaba infantilmente estrenando en cada reunión un traje. Después de una comida espléndida en su casa, me hicieron fumar un puro habano y para encenderlo disparaban un pequeño cañón en miniatura, que era un prodigio de artesanía. Yo disfrutaba como ella de todas estas sorpresas provincianas. Pero a medida que pasaba el tiempo y que se acrecentaba nuestro cariño, con más claridad veía yo la imposibilidad de casarme con ella. A veces quería descansar de mí y me inventaba cualquier motivo para mantenerme alejado. Yo me resignaba a no verla. Sabía que en esos ratos se dedicaba a bailar y coquetear con muchachos de mejor carácter que el mío. Ahora, al pensar en ella, siento una sensación dolorosa al recordar un reproche que me hizo su madre. Una tarde en que Gracita no estaba, me dijo:

-Usted es el primer hombre que ha hecho llorar a mi hija.

Para complacerle, dejé Málaga para ir a estudiar Ciencias Políticas en la Universidad de París. El motivo de mi viaje era mejorar mi preparación para presentarme en las oposiciones al Cuerpo Diplomático. Me inclinaba hacia esos estudios el pensar que Gracia sería feliz en el ambiente social de mi carrera.

Una vez en París, nuestra correspondencia fue cada vez menos frecuente, hasta que un día de manera repentina recibí la participación de su boda. Se casaba con un oficial de la Marina de Guerra que había visitado el puerto de Málaga en su acorazado. Entre un diplomático y un marino de guerra eligió al segundo. Le escribí felicitándoles y ahora, en esta noche, cuando recibo la noticia de su muerte, pienso que mis sentimientos eran sinceros.

Era la Navidad de 1936 y su padre la llevó a Cádiz en su automóvil. Su marido estaba de guardia sobre el puente del barco. Un Cadillac oscuro, que iba a tener el oficio de un ataúd, avanzaba hacia el muelle. El padre de mi primera novia, distraído, mirando a su yerno, que saludaba desde la cubierta, no enfrenó a tiempo el automóvil y se hundió en el mar a una profundidad de cincuenta metros. Gracita y su padre murieron en el fondo del mar. Esta es la noticia que no me dejó dormir aquella noche.

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