viernes, 26 de diciembre de 2008

CAPÍTULO VII

Emilio Prados era mi mejor amigo en Málaga. Con una amistad que en un principio se distinguía por el interés mutuo en nuestros problemas personales y que luego, asegurado un recíproco conocimiento, se aventuró en esa búsqueda de lo ajeno, con el intento de sentir acordes. La amistad tiene siempre una primera etapa de fusión, de entendimiento, en que juega el principal papel la simpatía. Tuve la suerte de que tales momentos coincidieran con los más puros años de mi vida, con ese período de encerrada inocencia, de aprisionado candor vehemente. Cuando hoy me veo a salvo de aquella apretada angustia, no puedo menos de alegrarme de haber contado entonces con un amigo como Emilio, que me abrió los ojos a tantas bellezas, que preparó mi corazón para resistir más tarde los más duros golpes.

Después de la muerte de mi madre yo no podía contener todo cuanto sentía. Me despertaba a media noche condenándome por un pequeño olvido. No me perdonaba el haber pasado una tarde, una mañana, unas horas de la noche, sin pensar en ella. Como si mi vida fuera sólo un camino para ir a encontrarla. A Emilio le parecía enfermiza esta dedicación a un recuerdo tan doloroso. No le gustaba verme atormentado y me reprochaba que mi poesía tuviera como único tema lo elegíaco, no le parecía pudoroso ni digno que yo utilizara mis sentimientos para componer unos versos, y sobre la deshumanización del arte hablábamos largamente. Era de ver entonces cómo el poeta, el gran poeta que era Emilio, superaba su realidad con las más bellas imágenes. Un simbolismo desconcertante le apartaba de la vida, mientras yo cada vez más directamente quería encontrar en ella no sólo la inspiración, sino el tema y el desenlace. No brotaba mi poesía de lo humano sino que en lo humano se ahogaba y en lo humano perdía todo ajeno relieve. Aunque con tan distintas intenciones llegáramos los dos a un mismo punto. Hundido yo en la vida si él se alzaba, mi poesía podría ser su reflejo, ya que era muy tersa la superficie [...].

Nunca vi corazón más bondadoso que el suyo, ni carácter más desprendido. Volvía en invierno sin abrigo a la casa de sus padres porque siendo la noche fría prefería que se abrigase un mendigo; o recogía en la calle a dos niños abandonados de seis y cinco años, llevándolos a casa de mi hermana, en donde los vestía para conducirlos a un colegio. Ya teníamos familia con aquellos dos niños y en los domingos los juguetes y dulces formaban parte de nuestras preocupaciones.

Perseguía la belleza por la playa, en el color del mar o de unos ojos, en los movimientos de las olas, en el andar distraído de los jóvenes, en la curva de las palmeras, en el calor del aire, en el dolor, en la alegría.

Era apasionado para el amor y tímido por el contraste entre toda una vida que quisiera entregar y la miseria triste que de sus grandes dones aceptaban. Pero ante la incomprensión y sequedad ajenas él seguía traspasando ternuras, un poco ciego ya ante tanta dureza.

Cuando yo publique, y espero que sea pronto, la totalidad de su obra poética, voy a ofrecer un alma tan extensa que tendremos espacio para ir descubriéndola.

Ahora nos vemos mucho. El otro día me recordaba Emilio el carácter alegre de mi madre, su entereza, su firme estoicismo, hasta en el duro trance, muy pocas horas antes de su muerte.

Ella, que estaba moribunda, lo miraba con el mayor cariño, mientras una religiosa hermanita enfermera le prestaba sus últimos auxilios. Vuelta de espaldas a mi madre, [la monja] le preparaba una medicina, cuando de pronto sintió un pellizco bajo el hábito. Era mi enferma, mi madre alegre, que escondiendo las manos se burlaba de Emilio.

-Pero hombre ¿cómo te atreves a hacer eso?

Y ella y la monja y Emilio estallaron en risas, porque mi madre, a pesar de su gravedad, estaba muy alegre. Ya se había confesado, ya recibió la Eucaristía, la Extremaunción, los santos óleos. Cuando se fue a morir nos hizo arrodillamos y rezar por su alma. Cada uno de sus hijos nos dispersamos solos a llorar por su pérdida.

Tanta serenidad ante la muerte también la pudiera aprender de mi padre, que se murió cuando yo apenas había cumplido los cinco años. Mi padre era escritor, gran escritor festivo, asiduo redactor de agudas «croniquillas» en su diario, en La Unión Mercantil, periódico de Málaga. Cuando murió, el mismo día de su fallecimiento, mandó a la redacción y aún la conservo impresa, una reseña de su muerte, bajo el título de «Yo cadáver», una página llena de buen humor como todas las suyas.

Yo tampoco le temo a la muerte y por eso dejo que salga mi memoria a recibirla, como nos pide en su poesía nuestro Francisco de Quevedo.

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